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jueves, 5 de abril de 2012

JUEVES SANTO


No se sabe por dónde empezar cuando se quiere hablar del amor que Jesucristo derrochó en este día del Jueves Santo. Porque Aquel que no había hecho más que amar a lo largo de toda su vida llegó hoy a unos extremos inconcebibles. Es la palabra del Evangelio de Juan: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin, hasta límites nunca antes soñados, hasta detalles jamás pensados por nadie...

Santo Tomás Moro, el Canciller inglés del Rey apóstata Enrique VIII, preso en la cárcel y poco antes de derramar su sangre en defensa de la fe católica, con el recuerdo vivo de la esposa y los hijos que estaban desolados, escribió estas palabras llenas de angustia:

- ¡Señor, qué duro es amar y no poder manifestarlo!...
Era la angustia de Jesús en los momentos solemnes de la Ultima Cena. Pero, con una gran diferencia del mártir inglés. Jesús amaba, sentía la angustia de la partida, y tenía en su mano el poder manifestar el amor inmenso de su Corazón.


Es entonces cuando lleva a cabo un sueño dorado de hacía mucho tiempo:
* ¿Me doy del todo, sí o no?... ¿Me quedo o no me quedo con ellos?... ¿Me meto dentro de sus pechos para convertirlos en cielo mío?... ¿Me doy a ellos en comida, para que no tengan más hambre, para que no desfallezcan en el camino, y como prenda de la vida eterna?... ¿Voy a dejar sola a mi Iglesia, sumida en suspiros constantes por su esposo que se fue lejos, lejos?... ¿Y qué recuerdo le entrego, si no se va a contentar con nada, a no ser que sea yo mismo?... Una flor o un retrato que le alargue no son nada para ella, y tampoco son nada para mí... Cuando yo me encuentre en el Cielo y ella siga en la tierra dentro de las luchas que le van a venir, ¿quién será su fuerza, su consuelo, su esperanza?...


Nosotros no dudamos que Jesús estaba dominado por semejantes pensamientos y sentimientos durante estos días últimos. Y ahora llegaba el momento de decidirse, de hacer una cosa u otra.
Porque si bien es cierto que el amor no sabe medirse, Jesús, como hombre, calibra su gesto. Ve pros y contras. Pero toma su resolución firme, y con el pan en la mano, con el cáliz lleno de vino, pronuncia las palabras más augustas y nunca por nadie imaginadas:
- Tomad y comed, porque esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, porque esta es mi sangre. Haced vosotros esto mismo hasta que yo vuelva...


Y desde entonces, aquí tenemos con nosotros a Jesús. Es Él mismo, en toda la realidad de su Persona. Aquí está con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. El que está resucitado en el Cielo, se hace presente sobre el Altar en calidad de Víctima como en el Calvario. En nuestra debilidad, en nuestra miseria, en nuestro pecado, tenemos algo grande que ofrecer a Dios por nuestra salvación. Es el mismo Jesús que moría en la Cruz el que ahora implora por nosotros el perdón y el que muestra entre nosotros sus llagas al Padre para que nos otorgue su benevolencia y sus bendiciones. Lo dice expresamente Jesús: Mi cuerpo que por vosotros es entregado..., mi sangre que vosotros es derramada. Nuestros pecados podrán ser muchos y podrán  ser grandes. Pero la Hostia Santa que ofrecemos por ellos a Dios pesa mucho más ante la justicia divina que todas nuestras culpas.
El que en el Cielo es el Pan de los Angeles, se hace comida de los hombres en la Comunión. Los antiguos israelitas, alimentados por el maná, llegaron hasta la tierra prometida, aunque al fin murieron. El nuevo Israel de Dios, la Iglesia, tiene en su peregrinar un Pan verdaderamente bajado del Cielo, con el que llega hasta la Patria prometida y en la que ya no podrá morir. El Pan vivo, que es Jesucristo, le ha dado la vida eterna.


El que en el Cielo es la delicia de los Santos, se hace en el Sagrario compañero de nuestro caminar... No, Jesucristo no deja sola y abandonada a su Iglesia. En nuestros templos está, señalado por una lamparita, para comunicarnos las efusiones amorosas de su Corazón, para recibir las caricias nuestras, que las espera y las pide...
¿Es verdad que las espera y las pide?... Una joven buena, buena de verdad, se colocaba siempre en la última banca de la iglesia y allí se las entendía con el Señor

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