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miércoles, 25 de abril de 2012

RECONOCER LOS DONES DE DIOS (SAN GREGORIO NACIANCENO)


Reconoce de dónde te viene la existencia, la respiración, la inteligencia, la sabiduría y —lo que es más importante— el conocimiento de Dios, la esperanza del reino de los cielos, el honor que compartes con los ángeles, la contemplación de la gloria que esperas, ahora como en un espejo y de modo confuso, pero a su tiempo del modo más pleno y puro. Reconoce, además, que te has convertido en hijo de Dios, coheredero con Cristo y, por usar una imagen atrevida, ¡eres el mismo Dios! ¿De dónde te vienen tantas y tales prerrogativas? Si, además, queremos hablar de los dones más humildes y comunes, dime, ¿quién te permite ver la belleza del cielo, el curso del sol, los ciclos de la luz, las miríadas de estrellas y toda esa armonía y orden que siempre se renueva maravillosamente en el mundo, haciendo alegre la creación como el sonido de una cetra? ¿Quién te concede la lluvia, la fertilidad de los campos, el alimento, el gozo del arte, el lugar donde habitas, las leyes, el estado y, añadamos, la vida de cada día, la amistad y el placer de tu parentela? ¿Quién te ha colocado como señor y rey de todo lo que hay sobre la tierra? Y, para detenerme en cosas más importantes, te pregunto aún: ¿quién te regaló esas características tuyas que te aseguran la plena soberanía sobre los seres vivientes? Fue Dios. ¿Y qué te pide Él, a cambio de todo esto? El amor. Te pide constantemente, primero y sobre todo, amor a Él y al prójimo. El amor a los demás lo exige lo mismo que el primero. ¿Vamos a ser tacaños para ofrecer este don a Dios, después de los numerosos beneficios que de Él hemos recibido y que nos ha prometido? ¿Nos atreveremos a ser tan desvergonzados? Él, que es Dios y Señor, se hace llamar Padre nuestro; ¿y nosotros vamos a renegar de nuestros hermanos? Estemos atentos, queridos amigos, para no convertirnos en malos administradores de lo que se nos ha regalado. Mereceríamos en ese caso la advertencia de Pedro: avergonzaos quienes os quedáis con las cosas de los otros; imitad más bien la bondad divina, y así nadie será pobre. No nos fatiguemos acumulando o conservando riquezas, mientras los demás sufren hambre, si no queremos merecer las recriminaciones duras y cortantes que ya hizo antes el profeta Amós, cuando decía: ¡Ah vosotros!, que decís: ¿cuándo habrá pasado la luna nueva y podremos vender el trigo; cuándo habrá pasado el sábado, para poder abrir nuestros almacenes? (cfr. Am 8, 5). Comportémonos de acuerdo con aquella suprema y primordial ley de Dios, que hace bajar la lluvia sobre justos y pecadores, y hace surgir el sol igualmente para todos; que ofrece a todos los animales de la tierra el campo abierto, las fuentes, los ríos, los bosques; que da el aire a las aves y el agua a los animales acuáticos; que a todos reparte con gran liberalidad los bienes de la vida, sin restricciones ni condiciones, sin ningún límite.

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